Creditos a : traveler.es
Hay algo balsámico en ver un programa de viajes. Este género reconfortante, como el de las películas de Cary Grant o el de los helados de chocolate. Subir a un tren camino de Brisbane, pasear por Montevideo tomando mate escuchando a un historiador, recorrer Monument Valley, como si fuera a aparecer John Ford en algún momento… Todo eso que aparece en la pantalla cura como un gramo de Paracetamol. Estos días en los que no reconocemos la realidad que nos ha tocado vivir estos programas tienen la textura de la ficción. Nos presentan una vida en paréntesis que sucede en otro tiempo y en otro lugar. A la vez, nos recuerdan quienes somos, quienes éramos y quienes seremos.
Aunque ahora no se pueda viajar, estos programas siguen cumpliendo una función casi, casi social. Esto es porque, y aquí viene lo paradójico, los programas de viajes no son de viajes. Son programas de vidas. No te invitan a la evasión, sino a colarte, a poner el pie en otros mundos y micromundos. Con estos programas nos metemos los mercados de Jaipur hasta terminar sudando y oliendo a curry, tomamos queso en una yurta con una familia de nómadas de Mongolia hasta tiritar de frío y nos metemos en una casa destartalada de Corfú como si nuestro apellido fuera Durrell. Esto no es viajar: esto es otra cosa.
Porque viajar es otra cosa. No es desplazarse de un punto a otro: es lo que te pasa en ese camino. Y lo que nos pasa en un viaje está en los programas de viajes: aprendemos geografía, hablamos con extraños, observamos costumbres, escuchamos instrumentos que no sabíamos cómo sonaban… El castellano tiene un vocabulario amplio pero, lástima, no distingue como el inglés entre travel, trip y journey. Son viajes físicos que nos llevan a viajes personales. Es un género con subgéneros: trenes (En tren por… con Michael Portillo mediante), deportes (Dhani Tackles de World), zonas (La Europa de Rick Steve), viajes en familia como Jack Whitehall y sus Viajes con mi padre o 50 Ways to kill your mammy .
Abundan los de cocina, que son un gran género. Los hay de cocina callejera (Crónicas del Taco es estupendo), comandados por alguna celebridad, como los de Anthony Bourdain o Gordon Ramsey o de mucha comida de todo tipo como Somebody Feed Phil. Ver uno de ellos es como ver una receta de cocina: no sabemos si la haremos o no, pero nos alimenta.
Los programas de viajes no necesitan mostrar grandes mansiones ni playas de azul Instagram: con un mercado en un pueblo de la Provenza es suficiente. No quieren despertar envidia, aunque ahora lo hacen: envidia de los tiempos en los que viajábamos. Son programas con buenos sentimientos. Los protagonistas no tienen por qué ser ser guapos ni estrellas y a veces tienen aspecto de profesor universitario con jersey sobre los hombros; aunque Ewan McGregor nunca sobra. Bastante atractivo es que sean viajeros.
Lo fácil sería decir que un programa de viajes invita a viajar sin salir del salón. Eso es infravalorarlos. Tampoco está ahí para que tomes nota para el siguiente viaje, aunque puedes tomarlas. Están para que te sientes junto al conductor de ese tren que va a Brisbane y le preguntes cuándo empezó en el oficio, para que hables con mujeres de Pakistán que se están labrando un futuro, para pasear junto a un experto en koalas, para que mojes biscotti en vino dulce junto a una nonna en la Toscana. O, quizás, en una doble pirueta, estos programas te llevan donde no quieres ir, como a Fukushima, como hace David Farrier en Dark Tourist. Te convierten en un compañero de viaje en zapatillas de estar en casa. Si son buenos, a veces hasta se necesita una Biodramina.
Estos programas nos muestran una forma de viajar sin estrés y ahí está también la ficción. Todo viaje lleva intrínseca una tensión: ¿llegaré, habré elegido bien el destino, la compañía, es el hotel el adecuado, cómo será mi habitación, a qué hora hay que salir para llegar al aeropuerto? Aquí no hay rastro de esto: todas las decisiones son correctas, los aviones no se retrasan, todo es ligereza. Los viajeros de estos programas nunca tienen problema en cerrar el equipaje, siempre encuentran alguien que los espera y es gente interesantísima, articulada y que conocen a los lugares adecuado donde piden la tarta que-hay-que-comer. Por eso son también curativos, porque nos muestran la cara amable del mundo, que la tiene y es inmensa.